El “Siesta”, con su generosa eslora de más de 12 metros, su arrufo discreto y su manga cómoda, pero sin exceso, me produjo siempre la necesidad de tenderme. Foto: Weekend 1i502s
Relatos a cielo abierto: Adiós al “Siesta” 5p322y
Dado que los piratas eran tipos muy supersticiosos, la marina inglesa divulgaba presagios de horribles naufragios y finales aterradores para las tripulaciones de barcos cuyos nombres fueran sustituidos. En este texto, Rodolfo Perri nos cuenta cómo aquel barco había sido bautizado y sus recuerdos al evocarlo en el muelle. 63291i
Por Juan Ferrari 3666r
La relación entre el nombre de un barco y mi actividad preferida a bordo de él, en prolongados o breves periplos, por el siempre nuevo paisaje de nuestro litoral fluvial, se me ocurre útil, para definir la gran diferencia entre el tiempo libre de nuestra madurez y el de la gente joven, que compartió esos grandes espacios acuáticos, y que en la actualidad, por la natural fuerza biológica, se ha adueñado de casi todo ese entorno.
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En efecto, mi presencia a bordo de ese diseño de lujo, “crucero de placer” como se los llamaba en los tiempos felices del ingeniero Joseph Baader y sus exploradores, era una consecuencia lógica para mí.
El “Siesta”, con su generosa eslora de más de 12 metros, su arrufo discreto y su manga cómoda, pero sin exceso, me produjo siempre la necesidad de tenderme, en una de sus cuchetas, y dejar en libertad el “ocio manso del alma”, antes que cualquiera de las actividades previstas, como la pesca, la natación, o el simple y fundamental placer de cumplir un turno a cargo del timón. Tanto es así, que mis compañeros de siempre, en cada salida disponían que las actividades se programaran para después de mi consabida obediencia a la insinuación del gallardete de la nave, que mostraba una hamaca y un eterno dormilón.
El secreto, que hoy confieso, es que en cada una de mis abreviadas siestas, aprovechaba para revivir episodios únicos, compartidos en los innumerables viajes. Se trataba de mezclar el placer de lo inesperado de ese momento, con lo ya gustado, durante las visitas a tantos lugares recónditos, apenas sugeridos por las cartas náuticas. Además, me servían para compaginar derroteros, ya que se me había otorgado la difícil tarea del organizador de las salidas de pesca; muchas de las cuales, la gran mayoría, habían resultado memorables fracasos en cuanto al saldo piscatorio, y, en cambio, grandes aciertos en la sucesión de brindis y manjares, en los que tuve, también, mi aporte de experiencia.
Entre Nueva Palmira y Colonia se distribuyeron, durante años, los itinerarios cumplidos por diversas tripulaciones, a las que me integré, con absoluto agrado, siempre que pude. “Salimos con el Siesta”, dicho así, era una consigna que significaba, al menos en mi caso, suspender toda otra actividad o compromiso.
Algunos detalles ocupan siempre mi memoria si frecuento el tema. Puedo recordar una batalla librada contra los armados en el Paraná Guazú, en plena noche, y oyendo solo el ruido lejano de una draga arenera entre la seguidilla de piques, corridas, capturas y liberaciones. Por fin, dos lomos bien aderezados que fueron la sorpresa para el capitán. Recuerdo, también, aquella boga de cuatro kilos, que cociné a la parrilla en el primer tramo del río Ceibo, no teniendo este más de diez metros de ancho y una multitud de aves canoras que realmente abrumaba.
Bosquejos, simples referencias, fugaces, a toda época. En realidad, al contemplar la amarra vacía del barco, y superar la emoción de su despedida, lo único que surge y permanece en mi mente es su nombre, y, como siempre, una irrefrenable intención de regresar a mi litera, una vez más, para adormilarme con el ronroneo de los motores y el chapoteo manso de la proa, por alguno de los recurrentemente inexplorados, ríos de la memoria.
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